El genocidio belga


A veces la actualidad política tiene la virtud de poner el foco de atención sobre lugares del pasado que sólo los historiadores tenían en mente. Puigdemont se refugia en Bélgica, requerido por la justicia tras declarar la independencia de Cataluña, y de pronto la prensa española muestra gran interés por el pasado belga, especialmente el que cuestione su ejemplaridad democrática. Y ahí aparece, claro está, el genocidio y la infamia, entrado ya el siglo XX, del rey de Bélgica y su «protectorado» en el Congo, que conviene recordar.

El origen fue un poco surrealista. En 1876 tuvo lugar la Conferencia Geográfica de Bruselas, en la que expertos y científicos de seis países europeos trataron de consensuar normas protectoras y filantrópicas para un continente africano sobre el que estaba cayendo una auténtica fiebre exploradora, comercial y colonizadora. Las potencias clásicas ya habían colonizado el resto del planeta, y ahora se sumaban muchos países  aspirantes  a construir sus propios imperios, complemento imprescindible para el desarrollo industrial, el control de las materias primas y la ampliación de los mercados comerciales. África resultaba la última gran cantera colonial, y la exploración, las disputas y la explotación se habían acelerado.

La conferencia de Bruselas había sido convocada y presidida por Leopoldo II de Bélgica. Pareció lógico ponerle al frente cuando se acordó crear un organismo permanente para erradicar el esclavismo y promover la paz, el progreso y la civilización en África (la Asociación Internacional Africana). Fue esta asociación la que financió la expedición de Stanley al río Congo (1879-1884), para que estableciese acuerdos con los jefes locales, haciendo famoso a Leopoldo como benefactor y filántropo. Cuando las potencias europeas acordaron en 1885 crear el Estado Libre del Congo (en la Conferencia de Berlín, sin participación de ningún nativo), dicho estado se constituía como propiedad personal de Leopoldo II, sin responsabilidad o competencia alguna del reino de Bélgica.

El ulterior proceso de colonización y explotación es uno de los más máximos ejemplos de genocidio colonial. Especialmente la extracción del caucho, una auténtica fiebre internacional tras las patentes de Dunlop, llevó a apremios brutales sobre la mano de obra, esclavizada, para ganar la guerra comercial con las otras regiones caucheras del mundo. No cumplir las cuotas no sólo conllevaba castigos extremos para el recolector, sino incluso para sus familiares, incluyendo la amputación de miembros.

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Cualquier oposición o atisbo de rebelión fue aniquilada por los funcionarios del nuevo Estado, además del exterminio de etnias enteras por diversos ejércitos de mercenarios, amén de la acción del la Force Publique, expresamente creada como fuerza estatal oficial y que extendió el terror durante muchas décadas, incluso después del dominio belga. Aunque la cuantificación exacta sea imposible, este nuevo Estado provocó entre 2 y 5 millones de asesinatos, que sumados las enfermedades y las malas condiciones de vida llevan a evaluaciones de entre 5 y 15 millones de muertos .

El escandaloso «experimento filantrópico» europeo no fue desconocido en las metrópolis de todo el mundo. La prensa de la época informaba cumplidamente, y llegó a ser tema para plumas tan relevantes como Sir Arthur Conan Doyle (que en 1909  publicó The Crime of the Congo) o Mark Twain (publicó King Leopold’s Soliloquy en 1905). La alarma entre los inversores británicos llevó a su parlamento a encargar en 1903 una investigación in situ a su diplomático Roger Casement, cuyo resultado fue el Informe Casement sobre el Congo, publicado en 1904 (Mario Vargas Llosa nos ha regalado una magistral novelización del viaje de Casement y las circunstancias de su informe en El sueño del Celta, obra de gran rigor histórico que recomiendo a quienes quieran aproximarse a este terrorífico episodio sin someterse a las exigencias de la  literatura más académica).

Los informes de las atrocidades obligaron a Leopoldo, presionado por el gobierno de Bélgica, a ceder el control de la colonia a una administración civil en 1908, pero eso no detuvo el expolio y el maltrato, de modo que el destrozo provocado en esa parte de África ha continuado durante muchas décadas y sigue teniendo consecuencias todavía hoy. Es un ejemplo inmejorable de cómo el progreso europeo corrió paralelo a la explotación de poblaciones enteras como mera mano de obra esclava y sin derechos. No estaría de más que quienes sacan pecho en la derecha europea, reivindicando las esencias cristianas, civilizadoras y promotoras del progreso y la riqueza, asumieran alguna vez este otro lado de la «europeidad» (nada puntual o anecdótico, más bien cada vez más sistemático, hasta envolver a la humanidad entera en dos guerras mundiales).

El genocidio congolés no es un episodio aislado. Con la revolución industrial y el auge de Europa emergió también una ideología elitista y descarnada en la cual las poblaciones quedaron definidas como instrumentos del Estado, y las políticas de población entraron a formar parte del abanico de posibilidades para tales Estados, con el genocidio como uno más de los colores en una amplia paleta, hasta llegar al caso paradigmático de la Alemania nazi. Por supuesto, los científicos e intelectuales de la época dieron soporte a estas potestades del nuevo estado-nación justificando la desigualdad humana mediante multitud de teorías y explicaciones «científicas», que incluyen el darwinismo social y la antropología de las razas (ver aquí ¿Eres de raza caucásica?), todas ellas intrínsecamente vinculadas al desarrollo técnico de la demografía. A la vez que se masacraba a las etnias asentadas en torno al río Congo, uno podía contemplar en el zoo del Bronx, en Nueva York, a uno de sus ejemplares, un pigmeo batwanés, expuesto en la misma zona que los chimpancés o los gorilas (ver aquí Ota Benga, población primitiva).

Por cierto, un último apunte para los patriotas que sientan confirmada su superioridad moral frente a la maldad belga. El sueño del Celta narra también una segunda misión encargada a Casement, esta vez a las explotaciones caucheras americanas. Allí, en la Amazonia entre Brasil y Perú, Casement descubrió horrorizado que la barbarie del Congo se repetía con igual o mayor crueldad, esta vez en los dominios de Estados herederos de la colonización española, y por compañías cuyos directivos, propietarios y accionistas eran también españoles o descendientes de españoles.

 


Un apunte relacionado: Tintín y la polémica

El tema tratado en esta página ayuda a entender la polémica desatada en torno a Tintín en el Congo. Este fue el segundo álbum de Las aventuras de Tintín, serie de cómics del dibujante belga Hergé, y se publicó por primera vez en 1930, en Bélgica, para reeditarse después en muchos otros países.  Durante décadas los niños de todo el mundo  hemos viajado a la Luna, al fondo del mar, a China o a África gracias a la obra de Hergé. Pero en los años ochenta empezó a hacerse evidente que la ambientación africana del cómic reflejaba un sesgo muy particular, propio de la época y el país en los que Hergé lo creó. Se masacra a los animales, y se trata a los nativos con una actitud que sólo puede calificarse hoy como racista. El autor reconoció, mucho antes, estos sesgos y, de hecho, las sucesivas ediciones han ido incluyendo múltiples correcciones. En cualquier caso ayuda a entender la ceguera colectiva frente al horror de la colonización africana.

 


Para ampliar

Zoo del Bronx, 1906

Música en ApdD: Pal bailador – Daniel Diaz y Jafet Murguia

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