Hice la traducción que os presento aquí como material de lectura en mis cursos sobre políticas de población. Se trata de una conferencia de John Maynard Keynes en 1937, publicada ese mismo año en la Eugenics Review, el órgano de difusión de la británica Eugenics Society.
Resulta de interés en la historia de las políticas demográficas por la relevancia histórica del autor pero, sobre todo, como excelente ejemplo de una determinada postura política e ideológica frente al volumen y crecimiento de las poblaciones, muy característica de su época.
No es muy extenso y, si le echas un vistazo, podrás comprobar que, en el universo mental de la economía del siglo XX, como si no hubiese cambiado nada desde Smith o Malthus, la población apenas pasa de ser una variable más en las funciones más primarias. Casi siempre juega un papel simple, como «mano de obra» o como «demanda» potencial, nunca aparece la perspectiva longitudinal e intergeneracional, y menos aún el papel de la mujer. Hasta las teorías del capital humano, ni siquiera se empezó a «ponderar» la población en función de sus niveles de cualificación. Cuando idealizamos a los santos padres de la ciencia económica deberíamos recordar la precariedad de sus herramientas y su frecuente ceguera política. Lo que les enaltece, a veces, es que hoy haya «analistas» y «asesores» que siguen en el mismo universo mental, «descubriendo» las mismas cosas pero con mucho menos fundamento.
Puedes encontrar el texto completo en inglés, en su publicación original:
- Keynes, J. M. (1937), Some Economic Consequences of a Declining Population, Eugenics Review, XXIX (1): 13-17.
Reediciones:
- Keynes, J. M (Reedición de 2008) Population and Development Review, 4 (3): 517-523.
- Keynes, J.M. (1973), The collected Writings of John Maynard Keynes. Cambridge: MacMilan -St. Martin Press. Pgs 124-132
- Jones, S. and M. Keynes –eds- (2008), Twelve Galton Lectures: a centenary selection with commentaries. London, The Galton Institute, pp 61 – 66 (Introduction by David Coleman)
TEXTO TRADUCIDO:
I
El futuro nunca se parece al pasado, como sabemos bien. Sin embargo nuestra imaginación y nuestro conocimiento son generalmente demasiado pobres para decirnos qué cambios concretos pueden esperarse. Desconocemos lo que el futuro nos depara pero, como seres vivos y móviles, estamos obligados a la acción. La paz y el bienestar mentales requieren que podamos ocultarnos a nosotros mismos lo poco capaces que somos de prever. Debemos guiarnos por hipótesis. Tendemos, por tanto, a sustituir el conocimiento inalcanzable por ciertas convenciones, la clave de las cuales está en asumir, contra toda probabilidad, que el futuro se parecerá al pasado. Así actuamos en la práctica. Pese a ello, creo que este fue un ingrediente en la autocomplacencia del siglo diecinueve que, en sus reflexiones filosóficas sobre el comportamiento humano, aceptaba una invención extraordinaria de la Escuela Benthamita, según la cual todas la posibles consecuencias de los alternativos cursos de acción podían conectarse, primero, a un número que expresase su ventaja comparativa y, segundo, a otro número que indicase la probabilidad de derivarse del curso de acción en cuestión; así, multiplicando entre sí los números atribuidos a todas las posibles consecuencias de una acción dada, y reuniendo los resultados, podríamos descubrir qué hacer. De esta manera, un mítico sistema de conocimiento probable es empleado para reducir el futuro al mismo status calculable que el presente. Nadie ha actuado jamás según esta teoría pero, incluso hoy en día, creo que nuestro pensamiento está a menudo influenciado por algunas de tales concepciones pseudo-racionalistas.
Lo que destaco esta noche es la importancia de esta convención por la que asumimos que el futuro se parecerá al pasado mucho más de lo que es razonable (una convención de la que ninguno de nosotros puede prescindir al actuar), porque, según creo, continúa influyendo en nuestras mentes incluso en aquellos casos en que tenemos buenas razones para esperar un cambio concreto. Y, quizá, el más notable ejemplo de un caso en que, de hecho, tenemos una considerable posibilidad de ver en el futuro, es la previsión de las tendencias poblacionales. Conocemos, con mucha mayor seguridad de lo que conocemos cualquier otro factor social o económico relacionado con el futuro, que en lugar del estable e incluso paulatinamente creciente nivel de población que hemos experimentado durante un buen número de décadas, nos encontraremos, en muy poco tiempo, ante un nivel estacionario o descendente. El ritmo del descenso es dudoso, pero es virtualmente cierto que, comparado con lo que hasta ahora ha sido habitual, el cambio será intenso. Tenemos este inusual nivel de conocimiento sobre el futuro a causa del largo pero definido efecto temporal de las estadísticas vitales. Pese a todo, la idea de que el futuro llegue a ser diferente del presente es tan repugnante a nuestros modos de pensamiento y conducta convencionales que, muchos de nosotros, mostramos gran resistencia a actuar consecuentemente en la práctica. Existen, ciertamente, algunas consecuencias sociales predecibles como resultado de que un incremento de la población cambie en declive. Pero mi objetivo esta noche es tratar, en particular, de una de las principales consecuencias económicas de este inminente cambio si, por decirlo de algún modo, puedo convencerles para que alejen durante un instante de sus mentes las convenciones establecidas, lo suficiente como para que acepten la idea de que el futuro será diferente al pasado.
II
Una población creciente tiene una influencia muy importante en la demanda de capital. No solo afecta a dicha demanda (al igual que los cambios técnicos y la mejora en el nivel de vida) incrementándola más o menos en proporción a la población. Además, estando basadas las expectativas de inversión mucho más en el presente que en la previsión de la demanda, una época de población creciente tiende a promover el optimismo, puesto que la demanda tenderá, en general, a exceder o, como mucho, a no alcanzar por poco, aquello que se había esperado que fuese. Es más, un error que traduzca una cierta cantidad de capital en un exceso de oferta temporal es rápidamente corregido en tales condiciones. Pero en una época de población descendente lo que ocurre es lo contrario. La demanda tiende a ser inferior a lo que se esperaba y una situación de sobreproducción es más difícil de corregir. Puede producirse así una atmósfera pesimista y, aunque a la larga dicho pesimismo pueda tender a corregirse por sí mismo mediante sus efectos en la oferta, para la prosperidad el primer resultado del paso de una población creciente a otra decreciente puede ser desastroso.
Creo que, al examinar las causas del enorme incremento del capital durante el siglo diecinueve hasta hoy, se ha concedido muy poca importancia a la influencia de una población creciente frente a otras influencias. La demanda de capital depende, generalmente, de tres factores; la población, el nivel de vida y el capital técnico. Por capital técnico entiendo la importancia relativa de largos procesos como un método eficiente de conseguir lo que consumimos corrientemente, el factor que tengo en mente puede ser descrito como el tiempo de producción, que es, aproximadamente hablando, una media ponderada del intervalo entre la realización del trabajo y el consumo del producto. En otras palabras, la demanda de capital depende del número de consumidores, el nivel medio de consumo y el tiempo medio de producción.
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Ocurre necesariamente que un incremento de la población aumenta proporcionalmente la demanda de capital, y el progreso de la innovación puede ser un impulso en el aumento del nivel de vida. Pero el efecto en el nivel de producción depende del tipo de innovación que caracteriza a cada momento. Puede haber sido cierto que en el siglo diecinueve las mejoras en el transporte , la vivienda y los servicios públicos tuviesen tal carácter que hiciesen aumentar algo el nivel de consumo. Es bien conocido que éste fue uno de los más duraderos objetivos característicos de la civilización victoriana. Pero no es igualmente claro que la misma idea sea cierta hoy día. Muchas invenciones modernas están dirigidas a encontrar modos de reducir el monto de capital invertido necesario para producir un determinado producto; y en parte como resultado de nuestra experiencia, en parte por la rapidez del cambio en los gustos y técnicas, nuestra preferencia se dirige decididamente a aquellos tipos de bienes de capital que no son demasiado duraderos. No creo, sin embargo, que podamos confiar en que los actuales cambios de las técnicas sean del tipo que tiende por sí mismo a incrementar el nivel de producción. Puede incluso ocurrir que, al margen del efecto de los posibles cambios en la tasa de interés, el nivel medio tienda a disminuir. Aún más, es concebible que un aumento del nivel medio de consumo tenga, por sí mismo, el efecto de disminuir el tiempo medio de producción. A medida que nos enriquecemos, nuestro consumo tiende a dirigirse hacia ciertos artículos, particularmente los servicios de otra gente, que tienen un relativamente bajo tiempo medio de producción.
Ahora, si el número de consumidores es decreciente ya no podemos confiar en ninguna técnica significativamente prolongadora del tiempo de producción, la demanda de un incremento neto de bienes de capital es retrotraída completamente a depender de la mejora del nivel medio de consumo o de un descenso de la tasa de interés. Intentaré dar algunos ejemplos muy aproximativos, para ilustrar el orden de magnitud de los diferentes factores implicados. Consideremos el periodo de poco más de cincuenta años desde 1860 a 1913. No encuentro evidencia de cambio importante alguno en la duración del proceso técnico de producción. Las estadísticas de la cantidad de capital real presentan especiales dificultades. Pero aquellas de que disponemos no sugieren que hayan sucedido grandes cambios en la cantidad de capital empleado para producir una unidad de output. Dos de los sectores más altamente capitalizados, los de la vivienda y la agricultura ha disminuido en importancia relativa. Sólo si la gente gastase una proporción decididamente mayor de sus ingresos en la vivienda, tal como parece evidente para el periodo de posguerra, podríamos esperar un significativo incremento del periodo técnico de producción. En los cincuenta años previos a la guerra, durante los cuales el punto medio de la tasa de interés fue virtualmente constante, estimo con cierta confianza que dicho incremento no fue de más del diez por ciento.
Ahora bien, durante el mismo periodo la población británica creció alrededor del cincuenta por ciento, y la que la industria Británica y la inversión hicieron servir, por una proporción mucho más alta. Y estimo que el nivel de vida debe haber crecido alrededor del sesenta por ciento. Por tanto, el aumento de la demanda de capital fue principalmente atribuible al incremento de la población y al creciente nivel de vida, y sólo en menor medida a los cambios técnicos del tipo que requieren una mayor capitalización por unidad de consumo. En resumen, las cifras de población, las que son fiables, indican que alrededor de la mitad del incremento en capital se requiere para abastecer al crecimiento de la población. Quizás las cantidades fueron aproximadamente como siguen, pero me gustaría enfatizar que estas conclusiones son muy toscas y deben verse sólo como indicadores generales de lo sucedido:
1860 | 1913 | |
Capital real | 100 | 270 |
Población | 100 | 150 |
Nivel de vida | 100 | 160 |
Periodo de producción | 100 | 110 |
Se deduce que una población estacionaria, con la misma mejora del nivel de vida y la misma prolongación del periodo de producción, podría haber requerido un incremento en el stock de capital de sólo un poco más de la mitad del incremento que efectivamente se produjo. Es más, mientras que alrededor de la mitad de las inversiones en vivienda fueron requeridas por el incremento de la población, probablemente puede atribuirse a esa causa una proporción sustancialmente mayor de la inversión extranjera durante el periodo.
Por otra parte, es posible que el aumento en el ingreso medio, el declive en el tamaño de la familia y buena parte de otras influencias institucionales y sociales, puedan haber aumentado la proporción de los ingresos nacionales que tienden a ser ahorrados en condiciones de pleno empleo. No estoy muy seguro respecto a ello, en vista de que existen otros factores, especialmente la tasación de los muy ricos, que actúa en la dirección contraria. Pero creo que podemos decir con fiabilidad (y ello es suficiente para mi argumento) que la proporción de los ingresos nacionales que podrían ahorrarse hoy en condiciones de pleno empleo se encuentran en algún lugar entre el 8 y el 15 por ciento de los ingresos anuales. ¿Qué incremento en el porcentaje anual de stock de capital podría representar esta tasa de ahorro? Para responder a esto debemos estimar cuántos años de nuestros ingresos nacionales representa nuestro presente stock de capital. Esto no es un dato del que dispongamos con fiabilidad, pero es posible indicar un orden de magnitud. Probablemente encontrarán que la respuesta que les dé difiere sustancialmente de la que esperaban. El stock existente nacional de capital es igual a aproximadamente cuatro veces los ingresos nacionales de un año. Es decir, si nuestro ingreso anual es aproximadamente de 4.000 millones de libras, nuestro stock de capital es posiblemente de 15.000 millones. (No estoy incluyendo aquí las inversiones extranjeras, que podrían aumentar la cantidad unas cuatro veces y media). Esto significa que una nueva inversión de algo entre el 8 y el 15 por ciento de los ingresos de un año significa un crecimiento acumulativo del stock de capital entre el 2 y el 4 por ciento anual.
Permítanme recapitular el argumento. Sírvanse tomar nota de que estoy llevando al extremo dos supuestos tácitos, que podrían exponerse como la ausencia de cambios drásticos en la distribución de la riqueza o en cualquier otro factor que afecte a la proporción de ingresos que es ahorrada, y, en segundo lugar, no se produce modificación sustancial de la tasa de interés suficiente como para modificar sustancialmente la magnitud del periodo medio de producción. A los cambios en estos dos presupuestos volveré más tarde. En tales supuestos, no obstante, con nuestra organización y en condiciones de prosperidad y de pleno empleo, tendremos que descubrir una demanda de aumentos netos de entre el 2 y el 4% anual en nuestro stock de capital. Y esta habrá de continuar año tras año indefinidamente. Permítanme a continuación tomar el supuesto bajo (es decir, un 2%) dado que si es demasiado bajo el argumento será «a fortiori».
Hasta aquí la demanda de nuevo capital nos viene de dos fuente, cada una de un peso similar: algo menos de la mitad lo encontramos en las demandas de una población creciente; algo más de la mitad proviene de las demandas de invenciones e innovaciones que aumenten la producción y permitan un mayor nivel de vida.
La actual experiencia pasada muestra que un incremento acumulativo superior al 1% anual en el nivel de vida raramente ha sido posible. Incluso si la fecundidad inventiva pudiese permitirlo, no podríamos ajustarnos fácilmente a un ritmo de cambio superior al que esto supone. Pueden haberse dado una o dos décadas en este país, durante los últimos cien años, en que el progreso haya marchado a un ritmo del 1% anual. Pero generalmente hablando, la media de aumento parece haber sido algo inferior al 1% anual acumulativo.
Estoy distinguiendo aquí, como ustedes verán, entre las invenciones que permiten producir una unidad de producto a una unidad de capital con la ayuda de la menor cantidad de trabajo posible y aquellas que conducen hacia un cambio en la cantidad de capital empleado más que en la proporción del output resultante. Estoy asumiendo que el primer tipo de avances continuará en el futuro igual que en el pasado reciente, y estoy dispuesto a asumir que continuará en el futuro cercano por encima del mejor nivel que hayamos experimentado en cualquier década anterior; y calculo que las invenciones, descendiendo por debajo de este techo, no son suficientes para absorber mucho más de la mitad de nuestro ahorro, suponiendo condiciones de pleno empleo y población estacionaria. Pero en la segunda categoría algunas invenciones tienden en una dirección y algunas en la otra, y no está claro (asumiendo una tasa de interés constante) que el resultado neto de la invención cambie la demanda de capital por unidad de output en un sentido o en otro.
Se sigue de ello, por lo tanto, que para asegurar condiciones equilibradas de prosperidad por un periodo de años, será esencial, por una parte, alterar nuestras instituciones y la distribución de la riqueza de tal manera que motive el ahorro de una menor proporción de ingresos, o bien que reduzcamos la tasa de interés suficientemente para hacer aprovechable amplios cambios técnicos o en la dirección del consumo, que impliquen un muy mayor uso de capital en proporción al output. También, como sería juicioso, podríamos seguir ambas políticas hasta cierto punto.
III
¿Qué relación tienen estas opiniones con la antigua teoría maltusiana de que más recursos de capital per cápita (…..) han de ser de inmenso beneficio para el nivel de vida, y que el crecimiento de la población es desastroso para los estándares humanos por retardar tal incremento? Podría parecer, a primera vista, que estoy contradiciendo esta antigua teoría y que estoy defendiendo, por el contrario, que una fase de declinar demográfico hará inmensamente más difícil que antes el mantener la prosperidad.
En cierto sentido esta es una interpretación correcta de lo que estoy diciendo. Pero si se hallan presentes aquí algunos antiguos maltusianos, no crean que estoy rechazando su argumento principal. Incuestionablemente una población estable facilitará un aumento del nivel de vida; pero sólo con una condición: el aumento de los recursos o del consumo, que la estabilidad de la población hace posible, debe tener lugar efectivamente. Por lo que ahora sabemos, nos acecha otro demonio, al menos tan feroz como el maltusiano: el demonio del desempleo resultante de la caída de la demanda efectiva. Quizás podríamos calificar este peligro también como un peligro maltusiano, puesto que fue el mismo Malthus el primero en señalarlo. Tanto como el joven Malthus estuvo preocupado por los hechos poblacionales, habló de ellos y buscó su racionalización como problema, igualmente el maduro Malthus no estuvo menos preocupado por los hechos relacionados con el desempleo, por la reflexión en torno a ellos y por el intento (mucho menos exitoso de lo que al resto del mundo hubiese convenido) de racionalizar este problema también. Hoy, cuando el demonio maltusiano P ha sido ya encadenado, el demonio maltusiano D puede desencadenarse. Cuando el peligro de la Población queda encadenado, quedamos libres de una amenaza, pero estamos más expuestos al otro peligro de los Recursos Desempleados de lo que lo estábamos antes.
En mi opinión, con una población estacionaria seremos absolutamente dependientes, para el mantenimiento de la prosperidad y la paz social, de políticas de creciente consumo, mayor igualdad en la distribución de los ingresos y la reducción de la tasa de interés, tanto como de hacer provechoso un cambio sustancial en el peso del tiempo de producción. Si no perseguimos estas políticas con firmeza y determinación, entonces sin duda nos habremos engañado respecto a los beneficios conseguidos por el encadenamiento de uno de los peligros, y sufriremos la quizás más intolerable depredación por el otro.
Aún existirán algunas fuerzas sociales y políticas para oponerse al necesario cambio. Es probable que no podamos realizar los cambios juiciosamente a menos que los hagamos de modo gradual. Debemos prever lo que tenemos delante y movernos hacia el camino justo. Si la sociedad capitalista rechaza una distribución de la riqueza más igualitaria y las fuerzas bancarias y financieras tienen éxito en mantener la tasa de interés en un punto cercano a la que se ha mantenido por término medio durante el siglo diecinueve (que es, además, algo menor que la tasa de interés corriente hoy día), entonces una tendencia crónica hacia el subempleo de los recursos puede finalmente dejar sin sabia y destruir esta forma de sociedad. Pero si, por otra parte, convencidos y guiados por el espíritu de nuestro siglo su ilustración produce, como yo creo posible, una evolución gradual en nuestra actitud hacia la acumulación, para que ello sea apropiado a las circunstancias de una población estacionaria o decreciente, quizás deberemos conseguir lo mejor de ambos mundos (manteniendo las libertades e independencia de nuestro sistema presente, mientras que sus más notables defectos gradualmente sufren la eutanasia, como la disminución de la importancia de la acumulación de capital y las menores ligaduras hacia tal descenso dentro de su propia posición en nuestro esquema social).
Una disminución demasiado rápida de la población podría obviamente conllevar graves problemas, y existen razones de peso que permanecen fuera del ámbito de la discusión de esta noche por las cuales, si se produjese tal eventualidad, o ante la amenaza de que pudiese producirse, deberían tomarse medidas para impedirlo. Pero una población estacionaria o lentamente decreciente puede, si ponemos en ello el vigor y la cordura necesarios, permitirnos elevar el nivel de vida hasta donde sea, mientras retenemos aquellas partes de nuestro tradicional modo de vida que más valoramos, ahora que vemos acontecer aquello que nos hace perderlas.
En resumen y por consiguiente, no me alejo de las antiguas conclusiones maltusianas. Sólo quisiera alertarles. Si no somos cuidadosos, el encadenamiento de un demonio puede servir únicamente para liberar otro aún más fiero e intratable.